TRADUCCIÓN Y VALOR

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Me interesa básicamente explorar algunos aspectos de la traducción literaria como traductor, sin entrar en ningún momento en la teoría de la traducción. Empezaré citando un fragmento de Palimpsestes de Gérad Genette en el cual sitúa la “transposición” como una de las prácticas intertextuales, y en la cual coloca en un lugar preeminente la práctica de la traducción. Genette no aborda ningún estudio extenso ni entra en el dominio de la teoría, pero lo que dice es  sólido y, en consecuencia, útil como punto de partida para ulteriores reflexiones:

Les langues étant ce qu’elles sont, («imparfaites en cela que plusieurs») aucune traduction en peut être absolument fidèle et tout acte de traduire touche au sens du texte traduit.”

    Sigue después la inevitable cita italiana traduttore traditore, a la que voy a referirme más abajo. Genette acaba por rechazar la afirmación sostenida por mucha gente (aunque él cita solo a Maurice Blanchot), según la cual se otorga a la poesía el don de la intraducibilidad. Y acaba citando a Eugene A. Nida, que afirma que todo lo que se puede decir en una lengua, puede decirse en otra, excepto cuando la forma es un elemento esencial del lenguaje. Pero Genette no cree en esa división entre textos traducibles y textos no traducibles, puesto que los traducibles —dice— no existen. Y propone otra división entre textos cuya traducción presenta pérdidas insignificantes, y textos cuya traducción presenta pérdidas importantes (y, entre estos últimos, sitúa los textos  literarios). En consecuencia, verso y prosa, según Genette están en el mismo grupo. Su conclusión es la siguiente: “Le plus sage, pour le traducteur, serait sens doute d’admettre qu’il en peut faire que mal, et de s’efforcer pourtant de faire aussi bien que possible, ce qui signifie souvent faire autre chose.” De eso se trata, pues, de hacer otra cosa.
    W.H. Auden dice casi lo mismo con un símil divertido. Según él, el poeta (novelista o dramaturgo) es el padre de la obra, y la lengua es la madre. En una traducción, pues, la obra traducida es hija de otro padre y de otra madre. Se trata pues de dos productos distintos, aunque según este símil es difícil, si no imposible, determinar lo que ambos hijos tienen en común.
   Ahora bien: para poder decir algo interesante sobre la traducción, hay que especificar en lo posible qué es exactamente esa semejanza. Y probablemente nos veremos obligados, además de prescindir de conceptos tradicionales como “traducción literal” o “fidelidad al original”, a dos cosas: (a) especificar que tienen en común los dos textos. Y (b) avanzar en la creación de un sistema de valoración de las traducciones. El problema es que el tema del valor (tanto de un texto literario como de una traducción, como de una obra de arte) parece ser un tema tabú entre los académicos. Incluso un crítico de la talla de Northrop Fry aconseja dejarlo al margen. Según él, el critico que habla sobre el valor no está  hablando de la obra sino de si mismo. Pero eso es solo una verdad a medias, porque el tiempo es capaz de captar el valor y discriminar las obras que perduran y las que no. Y si el crítico tiene talento, puede valorar incluso obras coetáneas, sin tener que esperar a que el tiempo decida. Baudelaire, por ejemplo, se dio cuenta del valor de Delacroix, que fue un coetáneo suyo. Eliminar el estudio del valor, pues, es aceptar de antemano la derrota.
   Por lo que a la fidelidad se refiere, solo podemos aplicarla a los discursos de primer grado (una noticia del periódico, una manual de utilización de un electrodoméstico, etc), pero no a un texto literario, que es un discurso de segundo grado, en el cual, como dice Genette, el sentido está, como mínimo parcialmente, conectado con la lengua concreta en que el texto está escrito. En los textos literarios, en vez de hablar de fidelidad, es más adecuado hablar de sustitución de los estímulos con la finalidad de reproducir respuestas análogas a las que provocan los estímulos de la obra original. Creo que la reproducción del mundo imaginativo del original es justamente la finalidad que busca el buen traductor. El valor de la traducción dependerá siempre del talento del traductor.
    La famosa frase italiana traduttore traditore es un engaño en el sentido de que solo es una verdad estadística. Es un engaño efectivo, claro, porque la semejanza sonora siempre se contagia al sentido, como vemos en los refranes, aunque sean falsos. Si por regla general, el traductor obtiene peores resultados que el autor del original es porque casi siempre tiene menos talento que el autor. Muy pocas veces un traductor traduce un texto de un autor con menos talento, pero cuando eso ha ocurrido, la verdad no seria traduttore traditore, sino traduttore migloratore, como fue el caso de Baudelaire traduciendo a Edgar Alan Poe, o Pavese traduciendo a Melville, por ejemplo.
    La traducción, pues, implica reproducción del mundo imaginativo con el uso de otros signos lingüísticos y de otro sistema lingüístico. La diferencia entre el sistema de partida y el de llegada es uno de los elementos que marca la dificultad. Y el talento del traductor es el elemento principal que marca el resultado. La reproducción del mundo imaginativo debe hacerse a partir de unas determinadas reglas del juego. Por ejemplo: en una novela, el traductor no puede cambiar los elementos que tan bien estudió Genette: orden, duración, modo, frecuencia y voz. Cambiar estos elementos no entra dentro de las reglas del juego de la traducción, aunque pueda entrar dentro de las reglas de otro tipo de transposición. Pero sucede a menudo (sobre todo en las malas traducciones) que el traductor las cambia inconscientemente, no sólo porque no sabe hacer bien su trabajo, sino sobre todo porque no tiene idea de lo que está haciendo. Hay un ejemplo clarísimo en la traducción catalana de Pride and Prejudice de Jane Austen al catalán. Veámoslo:

(1) Original inglés:

It is a truth universally acknowledged that a single man in possession of a good fortune must be in want of a wife.”

(2) Traduccion catalana publicada:

És una veritat universalment coneguda que un home solter en possessió d’una gran fortuna cal que desitgi tenir muller.

    Una primera valoración de la traducción catalana puede empezar examinando la lengua de llegada al margen de la lengua de partida. Los errores son muy visibles. El primero es sintáctico. El verbo “caldre” es impersonal, y aquí, por el orden de la frase, la traductora le pone sujeto: “un home solter… cal que…” La frase correcta, en todo caso hubiera sido: “cal que un home solter… desitgi…”, pero entonces esta frase impersonal no encaja con  la primera frase: “*És una veritat universalment coneguda que cal que un home solter… desitgi…” Pocas veces se ven desastres así en traducciones publicadas. Pero eso no es todo. El original dice universally acknowledged, es decir: “universalmente reconocida”, y no “conocida”, que es mu distinto, como tampoco es lo mismo traducir good fortune como “gran fortuna”, en vez de “buena fortuna”, y es un error imperdonable tratándose de Jane Austen, que siempre se molesta  en indicar cuántas libras al año ganan los protagonistas de sus novelas. Por si fuera poco, “desitgi tenir muller” es otro horror, y esta vez de mal gusto. Hubiera sido mucho mejor escribir “desitgi casar-se” o “tingui ganes de casar-se”.  
    En la historia de las traducciones sería muy difícil encontrar tantos desastres juntos, y menos en la primera frase de la novela. Si hemos sido capaces de detectar esos errores es porque son elementos objetivables y, por lo tanto, valorables, teniendo en cuenta solamente la lengua de llegada. Pero lo peor de todo no es lo que hemos visto. Lo peor es que la traducción destruye el mundo imaginativo de Jane Austen, otra cosa a tener en cuenta en el momento de la evaluación. En otras palabras: los errores lingüísticos y los de traducción afectan la calidad literaria del texto. Y en el caso de Jane Austen de cuyas obras Vladimir Nabokov dice que son como exquisitos encajes de bolillo, los errores todavía destruyen más el maravilloso estilo de la autora, puesto que la traductora muestra otra la incompetencia lectora de la persona que realizó la traducción.
   Dicho todo eso, y volviendo a la ocurrencia de Auden, los dos hijos, que deberían parecerse, aquí no tienen nada que ver el uno con el otro. Cuando se trate de buscar las semejanzas, habrá que  buscarlas, como hemos visto más arriba, en la reproducción de los estímulos que el autor original ofrece al lector.
     Pasemos ahora a examinar distintas versiones de un mismo fragmento de Shakespeare: las ocho replicas iniciales de Romeo y Julieta.

(1) Original inglés

SAMPSON
    Gregory, on my word, we’ll not carry coals.
GREGORY
    No, for then we should be colliers.
SAMPSON
    I mean, and we be in choler, we’ll draw.
GREGORY
    Ay, while you live, draw your neck out of collar.

(2) Traducciones.

(a)  Astrana Marín

SANSÓN
    ¡A fe mía, Gregorio, que no soportaremos más la carga!
GREGORIO
    No, porque entonces nos tomarían por burros.
SANSÓN
     Quiero decir que, si nos encolerizamos sacaremos la espada.
GREGORIO
    Sí, pero procura, mientras vivas, sacar el cuello de la collera.

(b) CERNUDA

SANSÓN
    Mi palabra, Greorio, no habremos de cargar con leña.
GREGORIO
    No, porque así seríamos leñadores.
SANSÓN
    Hay que desenvainar, digo, si en furor entramos.
GREGORIO
    Mientras vivas, desenvaina de dogal tu cuello.

(c) VALVERDE

SANSÓN
    Palabra, Gregorio, que no nos achican.
GREGORIO
    No, porque entonces seríamos chicos.
SANSÓN
    Digo que, si hay choque, los machacamos.
GREGORIO
    Machaca y no me achaques el choque.

(d) PUJANTE

SANSÓN
    Gregorio, te juro que no vamos a tragar saliva.
GREGORIO
    No, que tan tragones no somos.
SANSÓN
    Digo que si no los tragamos, se les corta el cuello.
GREGORIO
    Sí, pero no acabemos con la soga al cuello.

    El problema que presentan esas cuatro réplicas es obvio. Los desenfrenados juegos de palabras se sirven del material sonoro [coals, colliers, choler, collar], que de alguna manera el traductor debería hacer lo posible para sustituirlos con otros de su propia lengua, para recuperar el estímulo imaginativo.
    El traductor también debería reproducir la caracterización que hace Shakespeare de los dos criados, no porque sea pertinente al resto de la obra, sino porque la caracterización crea más verdad que la falta de caracterización.
    Leyendo con atención las cuatro réplicas, no es difícil darse cuenta de que  Sansón es el tonto, y Gregorio, el listo. Es Gregorio quien aprovecha lo que dice Sansón para tomarle el pelo.
    Dejo al lector la diversión de analizar las cuatro traducciones citadas y a la vez valorarlas a partir de las paronomasias primero, y de la caracterización, después.
    Es evidente que para valorar hay que empezar por los elementos más objetivables y continuar con los de más difícil objetivación. Y seguramente llegaríamos a un terreno donde la subjetividad también puede jugar un papel; pero siempre, creo yo, será más fácil valorar una traducción que un texto literario, en el cual sí intervienen las afinidades entre el mundo imaginario y el mundo personal, mientras que en la traducción no (o mucho menos).
    De la misma manera que la ideología del crítico no tiene que intervenir jamás en la valoración de una obra literaria (aunque a menudo intervenga), en la valoración de una traducción tampoco debe intervenir, ni se puede dar el caso de que intervenga, lo cual nos indica que la valoración de una traducción es mucho más fácil que la de la obra literaria.
    Queda un problema por resolver. Se ha dicho que las traducciones envejecen y los originales no. Si ello fuera verdad, estaríamos ante un enigma difícil de resolver, aunque yo,  personalmente, creo en la posibilidad de que se pueda demostrar que las buenas traducciones no envejecen nunca. Y si eso es verdad, tenemos un elemento adicional de la valoración. También el tiempo nos puede ayudar a valorar las traducciones.