LITERATURA I CRÍTICA

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Ordenando mi ordenador (perdón por la redundancia), me encontré con un artículo que escribí hace unos veinte años como mínimo, y, aunque trata de un tema interessa a poca gente, creo que valia la pena colgarlo en mi página. Es el siguiente:

LOS TRES NIVELES DE LA LITERATURA Y SU VALORACIÓN

Voy a diferenciar, grosso modo, tres grupos de niveles, a los que voy a llamar “externos” “medios” e “interiores”. La forma del nivel exterior  es la que configura la manera como el lector percibe los elementos más externos del lenguaje (dando a “externos” un sentido estrictamente gramatical): los sonoros, por ejemplo. La forma media es la que nos viene dada por las estructuras sintácticas. Y la forma del nivel interior configura la manera como el lector percibe el sentido de la obra literaria. Pero, sin necesidad de especificar de momento  qué contiene cada nivel, tenemos bases lingüísticas suficientes como para ver la diferencia entre sonido estructura y sentido, por una parte, y todo aquello que favorece la óptica de la ficción, por otra. Lo que me interesa destacar ahora es la posibilidad de analizar elementos gramaticales de la estructura superficial, por una parte, y, por otra, la obtención de cómo un lector percibe una obra literaria. Más adelante hablaremos de cómo se obtiene el sentido de las obras y qué hace el lector con él, puesto que es evidente que lo que hace el lector del sentido de la obra es distinto de lo que hace con el sentido de un texto meramente referencial, sea éste un tratado de física o una noticia leída en un periódico. A mi modo de ver, estas distinciones pueden ser un  primer paso para ayudarnos en la tarea de la valoración.
         Cuando se trata de un texto meramente referencial, que también puede ser valorado, uno de tantos elementos que pertenecen a los niveles inferiores es la concordancia entre el sujeto y el verbo de la oración. Ciertamente consideraríamos defectuosa un titular de una noticia que dijera, por ejemplo, “Los americanos ha invadido las islas Canarias”. Todo el mundo estaría de acuerdo en que esta frase tiene menos valor (gramatical, claro) que la siguiente: “Los americanos han invadido las islas Canarias”. Pero la ausencia de concordancia también puede ser usual en el lenguaje espontáneo. Por ejemplo una estructura como “yo, la verdad, me parece que Juan no tiene razón” tiene una alta frecuencia de uso. En una obra literaria, la consideración del lenguaje espontáneo desde el punto de vista de la gramática normativa no tiene ningún interés; lo que sí tiene interés, en cambio, es darse cuenta de que la intención de la ausencia de concordancia sirve para caracterizar la espontaneidad del habla de un determinado personaje, el interés está en ver si el discurso es coherente y si nos invita a imaginar la persona que habla en el texto.
Cuando forma parte de un discurso literario, la frase en cuestión se convierte en una frase icónica.[1] El lenguaje literario caracteriza los personajes. En realidad, el autor crea sus personajes no solamente con descripciones (telling), sino también representando sus maneras de hablar, así como sus acciones (showing).
En el momento de valorar estos aspectos lingüísticos de una obra literaria, la falta de concordancia gramatical, puesta en boca de un personaje de habla espontánea, no es percibida como un defecto, sino como una cualidad. Sólo puede ser percibida como un defecto si no ayuda a caracterizar el personaje. Voy a poner un ejemplo: un poeta catalán, escribió un poema cuyos dos primeros versos eran los siguientes:

“La pluja, com el foc,
són bons amics de l’home”.[2]

La ausencia de concordancia en este caso no puede sino representar, o mejor dicho: crear, una voz deliberadamente espontánea, como si se quisiera reproducir un discurso entre amigos. Pero se da el caso que el resto del poema nos informa de lo contrario: el autor implícito no pasa de ser un pequeño predicador, pretendidamente culto, reflexionando sobre lo bien que se está en casa con el fuego encendido mientras la lluvia azota los campos. El tono del resto del poema, pues, pertenece a un discurso que utiliza un nivel gramatical más alto que el primer verso. No se trata sólo de una falta gramatical, sino sobre todo de una falta de coherencia interna del discurso, y, en consecuencia, una dificultad innecesaria para imaginar al hablante.
Una tal dejadez en el uso del lenguaje impide otorgar al poema el tipo de valor a que me refería antes. Se podría objetar que ya los formalistas rusos dejaron bien sentado que la poesía es básicamente transgresión voluntaria de la gramática; pero es obvio que una cosa es dejadez y la otra  transgresión voluntaria. La transgresión funciona, por ejemplo, cuando se obtiene más rendimiento de sentido. Dylan Thomas escribió “A grief ago”, colocando “grief” (pena) en un contexto que exigía un sustantivo temporal “moment”, “day”, “week”, “month”, “year”, etc, lo hizo deliberadamente para obtener más energía significativa. El lector está escuchando una voz que no mide el tiempo según la convención habitual, sino que lo mide por “penas”. Al decir “Desde hace una pena” en vez de, por ejemplo, “Desde hace una semana” transgrede la gramática a favor del sentido imaginativo. Los dos versos citados más arriba, en cambio, transgreden sin dar nada a cambio; la transgresión no está impulsada por la imaginación; simplemente procede de las brumas de la mente.
         Los dos versos mencionado más arriba no pueden sino continuar exhibiendo su dejadez por los siglos de los siglos como una mancha indeleble. Los errores contra el arte, como intuyó Aristóteles, afectan el “ethos”. Si el lenguaje de la poesía no refleja una voz, sino que la crea, cuando la voz es deficiente, la ética también queda afectada.
Aplicando lo mismo a la novela, se podría objetar que hay buenos novelistas que escriben mal. Quizá sea verdad; pero ¿qué quiere decir escribir mal? ¿Significa acaso ignorar el régimen de los verbos, el valor de las preposiciones, etc? Puede significar esto y algunas cosas más. Por ejemplo: D.H. Lawrence escribió “… she lifted  her face implicitly”, o bien “<<He’s very dirty>>, said the young Russian swiftly and silently[3] ¿Como diablos se puede “levantar el rostro implícitamente”? ¿O decir algo “silenciosamente”? Estas chapuzas de estilo sólo se toleran cuando están compensadas por valores superiores, en los que, de momento, no vamos a entrar.
Escribir mal también puede significar que la prosa de tal o cual novelista no es fluida, sonora, rítmica, etc. Pero también podría darse el caso que la violación de estilo se vea compensada a base de obtener otros valores de niveles más altos. Lo que la teoría de la optimidad de la gramática generativa se podría aplicar perfectamente a la literatura. En otras palabras: podemos admitir violaciones en los niveles más bajos de la jerarquía, pero no en los más altos. Por ejemplo: podemos decir que el uso de los tropos está a un nivel superior que el que contiene la subcategorización de los verbos. Mario Vargas Llosa escribió, en La casa verde, “un matorral escupe una gallina”. Hay en esta frase dos violaciones: los matorrales no escupen nada puesto que este verbo subcategoriza un sujeto marcado [+humano], y el mismo verbo no puede llevar un objeto directo marcado [+animado]. Y, sin embargo, ambas violaciones dan un resultado excelente por su contribución a dibujar con más concreción el carácter del autor implícito, y, más excelente todavía en el contexto de la novela, ya que los observadores del matorral están hambrientos, cosa que aproxima el narrador al punto de vista de los observadores de la gallina.
Con todo eso quiero indicar que las valoraciones de los niveles inferiores de la escritura sobrepasan su referencia al presente: en estos casos podemos atribuir valor objetivo al objeto. Quizá sea más difícil capturar objetivamente valores éticos en una novela, pero sí que podemos capturar valores objetivos en la escritura. 
Horacio supo ver muy bien el problema de la jerarquía de valores cuando dice que se le puede perdonar a Homero que dormite de vez en cuando. Pero difícilmente podremos perdonar a un chapucero que nos ofrezca chapuzas de estilo y nada más. Ciertamente lo mínimo que podemos exigir a esos autores es un buen conocimiento del funcionamiento de su material: la lengua que usan.
Al defender valoraciones objetivas a niveles bajos, no quisiera dar a entender que todo es muy fácil y que jamás surgen problemas. El uso de un determinado lenguaje se insiere inevitablemente en una determinada estética. El eje de la selección ofrece muchas posibilidades, y el de la combinación también. Veamos un ejemplo de Josep Carner para ilustrarlo. Se trata de los cuatro primeros versos de Nabí:

Al primer traspuntar d’un ventós solixent
d’alta cella vermella,
al jaç de ginesteres, es mou espesament
Jonás, sota el fibló d’un manament.[4]

En estos cuatro versos hay una frase compuesta de un verbo pronominal y un sujeto (ambos en negrita). Todo el resto está formado por complementos circumstanciales. El primero de ellos “Al primer traspuntar d’un ventós solixent d’alta cella vermella” es un prodigio de transformaciones gramaticales. Hay, por lo menos cinco nominalizaciones:

(1)     el sol ix ==> solixent
(2)     el solixent és ventós ==> un ventós solixent
(3)     el solixent traspunta ==> el (primer) traspuntar d’un ventós solixent
(4)     El solixent forma (origina) una cella vermella i alta ==> el (primer) traspuntar d’un ventós solixent d’alta cella vermella.

Además de estas nominalizaciones, aparece un ordinal “primer” que en el contexto adquiere el sentido de “comienzo”; pero eso es ya una figura, como lo es “cella” (ceja), metáfora por el aspecto visual que presenta el amanecer. Y también “sota el fibló d’un manament” contiene una figura, una metáfora con tenor y vehículo explícitos. Como es obvio, el uso figurativo del lenguaje pertenece a un nivel superior al gramatical y, en consecuencia, me referiré a ello mas adelante.  
Esta increíble serie de nominalizaciones resultantes en un discurso que conserva toda la apariencia de “normal” (en el sentido que ningún hablante nativo podría decir que se origina un lenguaje afectado) es ya una muestra indiscutible del poder de Carner para dar forma a la lengua. Pero lo que tenemos que preguntarnos aquí es lo siguiente: ¿es eso un valor? Muchos podrían otorgar valor a la simplicidad, o mejor dicho, a la ausencia de las transformaciones que se requieren para pasar de la estructura profunda a la superficial. ¿Qué tiene más valor, la sencillez o la complejidad?
Sería un error responder a esa pregunta aceptando los límites que nos impone su formulación. El resultado, la sencillez o la complejidad no tienen valores absolutos, sino relativos. Todo consiste en la adecuación del texto a la persona que habla y a lo que se propone el poema, porque el lenguaje, en literatura, caracteriza, crea un hablante, y además ya es capaz de activar, a ese nivel, el mecanismo de la mímesis.
Imaginemos ahora que que ya tenemos los niveles inferiores, (externo y medio) controlados, y que finalmente llegamos a los más altos, los que están en relación con el sentido, con los posibles sentidos que surgen de su forma interior. Podríamos situar aquí ¾quizás¾ la aportación de las figuras retóricas. Paso, pues, a otro ejemplo que pueda ilustrarlo: procede de Silas Marner de George Eliot. Silas Marner, el protagonista, es acusado injustamente de un robo, y es expulsado de su pueblo. Va a vivir a un pueblo vecino y, cuando lo ve de lejos, admira las huertos que están bajo su vista. El narrador nos las describe con la frase siguiente: “Gardens looking lazy, in their neglected plenty” (Huertos que parecían ociosos en su descuidada abundancia). El poder de esta frase es básicamente el hecho de que toda su capacidad imaginativa dependa de una hipálage que comporta una personificación: el predicado “lazy” con el sustantivo “gardens”: no son los huertos los ociosos, sino los que trabajan en ellos, y no es la abundancia lo descuidado, sino los huertos. Una sola figura le otorga todo su valor, pero se lo otorga por su adecuación al hablante, que si, en vez de esta frase, hubiera dicho, por ejemplo: “Unos huertos que, joder!, no los cuidaba nadie” nos hubiera obligado a imaginar otro tipo de hablante que no se hubiera adecuado al resto de su discurso. La comparación entre ambas frases muestra hasta qué punto el lenguaje literario, más que referirse a la realidad, es capaz de crear no solamente al hablante sino también una realidad nueva, imaginativa. Y vale la pena repetir que no porque tengan figuras de ese tipo las novelas tienen valor. Igual que en los niveles anteriores, todo depende de lo que el autor se propusiera hacer, y de si lo consigue. Y depende además de la tensión y la adecuación de las figuras: una metáfora muerta vale menos que una metáfora nueva (cuando se pretende dar una metáfora nueva). Una figura adecuada vale más que una que no lo sea (cuando se pretende alcanzar la adecuación). Una figura que produzca un más alto rendimiento de sentido vale más que una que no la produzca (cuando se pretende alcanzar dicho rendimiento). Una bella figura que sea gratuita vale menos que una que esté integrada en la obra, etc. Otorgar valor objetivo puede ser tan complejo como se quiera, pero es posible a estos niveles mencionados hasta ahora. Por el contrario, defender la mera subjetividad no nos ayuda en nada, porque con ella no se explica nada.
De todas maneras hay que precisar que el hecho de que las figuras puedan valorarse objetivamente no significa que todos tengamos que estar de acuerdo en la misma valoración, porque, a diferencia de los niveles exterior y medio,  los que incorporan riqueza de sentido son mucho más complejos. Por ejemplo, el valor de cien figuras puede ser el mismo. La preferencia de los lectores ya no tiene tanto que ver con el valor como con el tipo de mundo evocado: alguien puede preferir las rosas a los gladiolos, lo que no significa que esta persona sea incapaz de preferir un radiante gladiolo a una rosa marchita. En otras palabras: en toda valoración interviene lo que antes hemos llamado afinidad electiva entre el lector y el mundo representado en la obra. Ahí es donde irrumpe sin contemplaciones el valor subjetivo, que existe, claro está, y además nos sirve para aislar mejor el objetivo.   

El mundo imaginado a partir de un texto literario difiere, aunque no substancialmente, de un lector a otro, como han visto muy bien los teóricos de la recepción.[5] Pero la obra literaria impone siempre límites imaginativos al lector, por “abierta” que sea: puedo imaginar muchos Hamlets distintos, y en siglos venideros se imaginarán muchos más (el hecho de que esto sea posible es un hecho (entre otros) que da valor a Hamlet), pero jamás se podrá imaginar un Hamlet como di fuera un Otelo. Dentro de estos límites, el mundo imaginativo y sus temas pueden o coincidir con los temas preferidos del lector. La falta de coincidencia entre los temas de la obra y las preferencias del receptor afectaran la valoración, pero solo la subjetiva; es decir: no podrán afectarla más allá de lo que el símil de la rosa y el gladiolo proponía. La valoración tiene aquí dos vertientes: la objetiva y la subjetiva, la cualidad de la obra y las preferencias del receptor. No hay duda de cuando Northrop Fry afirmaba que cuando valoramos, hablamos de nosotros, estaba pensando en los valores subjetivos. No hay que olvidar tampoco que las preferencias de un mismo receptor pueden ser y son variables. En un momento determinado puedo preferir Mozart a Wagner, y en otro momento, todo lo contrario. Pero cuando prefiero a Mozart no diré que Wagner es malo. No vale la pena insistir en estas circunstancias que intervienen en la valoración y se refieren al sujeto, no al objeto.

* * *

Como es bien sabido, el problema empezó con Platón. Rechazó a los  poetas porque lo que escribían no era bueno para educar el carácter de los jóvenes atenienses. Todas las censuras se basan en lo mismo: con un censor que recita “Yo sé lo que te conviene, tú no sabes lo que te conviene, él no sabe lo que le conviene. Ergo, yo lo decido”. Si el censor lee las obras literarias reduciéndolas a discursos de primer grado, la valoración responde a criterios ideológicos. Pero ya es sabido que a quien no ha experimentado nunca el placer de un texto literario, no se le podrá convencer jamás de que la literatura difiere de los otros textos en el hecho de ser un discurso de segundo grado.[6]
Este es el centro del problema. La literatura no pretende hacernos mejores o peores de lo que somos. Si nos hiciera mejores, todos los lectores asiduos de literatura serían buenas personas, y sabemos por experiencia que no es éste el caso. Entre los lectores asiduos hay buenas y malas personas (como entre los hombres, las mujeres, los blancos, los negros, etc).
Tradicionalmente, la crítica ética se preocupaba sobre todo del daño moral que ciertas ficciones podían acarrear a los menores; pero una crítica de este tipo no merece atención teórica. Es obvio que no todas las lecturas son adecuadas para niños y niñas, y no sólo por razones éticas, sino también y sobre todo por razones de experiencia lectora. Lo que ocurre es que esta crítica tradicional, que estaba en la base del famoso Índice de libros prohibidos por la Santa Sede, tiende a que el lector únicamente ponga atención en la moral de una historia sin percatarse de que ésta es la mejor manera de destruirla. Y viceversa, a quienes se encargaron de redactar el Índice no se les hubiera ocurrido nunca condenar una mala novela, si ésta poseyera una lectura que ellos hubieran pensado que contenía una moral piadosa, o simplemente una moral acorde con su manera de entender la religión. Críticas y adhesiones de este tipo no merecen ninguna atención, porque están elaborados desde una determinada creencia o una determinada ideología.  
Lo que nos interesa es otra cosa: ¿como valorar éticamente una obra literaria, si es cierto que tiende a implicar un juicio del comportamiento humano y, a diferencia de una sinfonía, está empapada de moralidad, como dijo A. Burgess? ¿Y que puede ocurrir cuando esta moralidad no coincide con la nuestra propia? El problema parece insoluble puesto que, planteado así, hay una guerra constante con dos valores: el ético y el estético. Es decir: podemos encontrarnos con una gran novela que presente la destrucción de los valores éticos que sustentan nuestra vida. ¿Qué hacer entonces? Evidentemente no podemos valorar de dos maneras distintas; no podemos decir: “Esta novela es una obra maestra, pero éticamente es un insulto a nuestras creencias”, ni lo contrario: “esta novela enseña muchas virtudes morales, pero estéticamente es malísima”. No podemos hacer esto y, sin embargo, es una práctica constante en la crítica literaria y cinematográfica. A menudo leemos frases de este tipo: “Tal o cual película es buena porque es antimilitarista”. Una afirmación así contiene por lo menos tres falsedades: (a) Si se trata de una película antimilitarista, su objetivo es convencernos o reafirmarnos en un valor moral. En consecuencia se trata de un sermón disfrazado de película, y, por lo tanto no puede ser una buena película. (b) Si la película es buena, lo único que hace es presentar un caso concreto donde una institución militar concreta o unos militares concretos hacen algo malo, lo cual no nos da ningún derecho a generalizar, diciendo que todos los militares y todas las instituciones militares hacen siempre cosas malas. (c) Si la frase fuera correcta, implicaría que no puede existir una buena película donde un militar concreto realice algo bueno, puesto que tendríamos que acabar generalizando que todos los militares realizan siempre cosas buenas.

Lo bueno y lo malo, en arte, es siempre un ejemplo concreto de una persona, lugar y tiempo concretos. Toda generalización es una perversión de lectura. Justamente, como también dijo Northrop Fry, el género de la tragedia se distingue del melodrama porque éste reafirma al público los conceptos adquiridos sobre el bien y el mal. La tragedia, en cambio, los altera. La tragedia es estética, nos despierta del sueño ilusorio de la certidumbre; el melodrama es “an-estético”: hace que permanezcamos en el sueño ilusorio. Considerando hasta que punto los lectores miran con recelo (y con razón) los códigos militares, casi podríamos afirmar que tiene más posibilidades de resultar más estética la representación de un militar bueno y un pacifista perverso que lo contrario.
Lo malo es esa tendencia crítica a la generalización,[7] así como los múltiples ejemplos de aproximaciones extrínsecas, marxistas o no, que valoran las obras como referencias veladas a la realidad según su ideología concreta. Por ejemplo: hay dos razones por las cuales la crítica feminista tiende a ponerse nerviosa ante The taming of the shrew. La primera es porque han generalizado a Petruchio y a Kate. La segunda es más grave: porque no han sabido leer bien la obra. Ni ningún lector negro tendría que enojarse ante Huckeberry Finn. Ni ningún judío tendría que sentirse insultado ante The merchant of Venice. Y etc.  En la medida en que sepamos distinguir un texto literario de un texto puramente referencial, todos estos problemas desaparecen. Si la obra es un manifiesto ideológico, sexista, racista, clasista, etc, no puede ser una obra valiosa puesto que desactiva la actitud de la mímesis o la pervierte a base de dorar la píldora. Y, por otra parte, ninguna buena novela nos invita a generalizar. Ya sé que tal afirmación puede parecer una respuesta simplista a un problema complicado. No hay más que pensar en que la activación de la mímesis puede no realizarse de igual manera entre dos o más lectores. Sólo la historia puede resolver los casos dudosos. Pero como principio general sirve lo que decíamos más arriba: que una novela no tiene nada que ver con un sermón. La primera no intenta reformar nuestra conducta. El sermón, como mínimo, lo pretende. No podemos reaccionar, pues de la misma manera.  
A mi parecer, lo que se presenta como crítica ética a la literatura es muy a menudo una crítica des de fuera. Es decir crítica al hecho literario como tal, que es lo que hizo Platón. Las críticas extrínsecas jamás podrán ponerse de acuerdo sobre el valor, puesto que su apreciación depende de su concepción del mundo. Las críticas intrínsecas, en cambio, sí pueden ponerse de acuerdo, por alejadas que ahora nos parezcan.  
En el campo de la teoría literaria: el objetivo de la teoría tiene que ser la formulación de hipótesis explicativas. Si una teoría de la literatura no es más que un apéndice de una concepción del mundo, no puede ofrecer ninguna hipótesis. Y si, varias teorías de la literatura intentan ofrecer distintas hipótesis explicativas, las diferencias entre cada una de ellas no puede sino posibilitar futuras hipótesis más poderosas. De momento, no tenemos ninguna que sea totalmente satisfactoria; pero empezamos a saber qué es la literatura. Hemos visto peces, pero, por el momento, no hemos pescado ninguno todavía.


[1] Véase Bonati, Félix M. (1966), pág. 129 y todo el primer capítulo de la tercera parte.
[2] La lluvia, como el fuego, / son buenos amigos del hombre.” (El verso es de Álex Susanna, y el subrayado es mío).
[3] Citado por W.C. Booth (1988), pág. 440.
[4] Traducción del autor (1941): Apenas, sobre el viento, acechó la mañana, / de alta ceja bermeja, / torpe en yacija de retamas despegábase / Jonás, al aguijón de un  mandamiendo.
[5] La teoria de la recepción ha hecho aportaciones interesantes sobre este aspecto. Véase Roman Ingarden (1973), Wolfgang Iser (1974, 1978), Hans Robert Jauss (1974), Stanley Fish (1980), Susan R. Suleiman & Inge Crossman (eds.) (1980), Jane P. Tomkins (de.) (1980), etc.
[6] Véase Joan Ferraté (1979), pàgs. 14-15.
[7] Véase como ejemplo, John Gardner (1978).

BIBLIOGRAFIA CITADA

Bloom, Harold (1994), The western canon, Nueva York.
Bonati, Felix M. (1966), La estructura de la obra literaria, Barcelona.
Booth, Wayne C. (1988) The company we keep, Berkeley (California).
Carner, Josep (1941), Nabí, Buenos Aires.
Ferraté, Juan (1968), Dinámica de la poesía, Barcelona.
Ferraté, Joan (1979), “Pròleg” a Josep Carner, La primavera al poblet, Barcelona.
Ferrater, Gabriel (1953), “Sobre la posibilidad de una crítica de arte”, Laye, nº 23, abril-junio.
Ferrater, Gabriel (1981), Sobre pintura, Barcelona.
Gardner, John (1978), On moral fiction, Nueva York.
Ingarden, Roman (1973),The literary wotk of art, Evanston.
Iser, Wolfgang (1974), The implied reader, Baltimore.
Iser, Wolfgang (1978), The act of reading, Londres.
Jaus, Hans R. (1974), Literary hystory as a challenge to literary theory, a Suleiman & Crosman (eds.) (1980)
Suleiman, Inge & Crosman (1980), The reader in the text, Princeton.
Tompkins, Jane P. (de.) (1980), Reader-response criticism, Baltimore.
Wellek, René & Warren Austin (1949), Theory of literature, Harthmonsworth.